Contrastes. Grandes contrastes es de lo que está compuesto el ser humano. Ni agua, ni huesos, ni músculos, ni cerebro, sólo contrastes: odio, rencor, envidia y desigualdad. En mi viaje a los territorios ocupados por Israel, confirme esta teoría, tan triste como cierta.
Una mañana, al salir del hotel, vi a una niña muy guapa al otro lado de la calle. Sonrió al verme. Iba tan desaliñada y sucia como su vestido, que había perdido la blancura hacía tiempo ya. Entre los brazos llevaba una muñeca de trapo. Pretendía cruzar la calle pero, por el momento, varios tanques enormes se lo impedían; sin embargo, su sonrisa era inmutable. La gran polvareda que levantaban aquellos monstruos de metal, desdibujaron, por un momento de mi vista, a la niña. Cuando terminaron de pasar los últimos jeeps, la niña se acercó a mí, entre la niebla de polvo, como si nada, como si esa escena fuese lo más normal del mundo. El corazón se me encogió ante este pensamiento.
—Buenos días. — dijo la jovencita de unos ocho años.
—Hola, guapa. —conteste, todavía asombrado.
Siguió andando como si nada hubiese pasado. Decidí seguirla, maravillado por lo que esa niña representaba ante tanto caos y destrucción. Caminaba sin un rumbo fijo aparente, deteniéndose ante todo lo que llamaba su atención y cambiando de dirección bajo la misma consigna. Interrumpió su paseo junto a una casa derruida, mirándola con detenimiento. Hice lo mismo, pero nada llamó mi atención. Sólo había ruinas, mirase donde mirase. La niña oteaba con determinación entre los escombros, parecía buscar algo concreto. Tras unos segundos, tomó lo que parecía ser un pequeño trapo mohoso. No pude distinguir de qué se trataba. Después, lo acercó a la muñeca y, entonces lo supe: había encontrado ropa para su compañera de juegos. Salió de los escombros y comenzó a caminar de nuevo, giró en una calle muy transitada y allí la perdí entre la gente.
A la mañana siguiente, al salir del hotel, volví a verla en el mismo lugar, con el vestido sucio y descolorido. Traía consigo la muñeca engalanada con el ropaje que encontró en los escombros el día anterior. No hubo desfile de tanques, por lo que la niña pudo cruzar la calle sin tener que esperar. La sonrisa que iluminaba su cara era idéntica. Volvió a saludarme y tomó la dirección del día anterior. De nuevo, decidí seguirla. Otra vez se detuvo en la casa derruida. Buscó hasta que descubrió, esta vez, un diminuto peine. Se sentó y comenzó a alisar el pelo rebelde y desaliñado de su inseparable muñeca. Me acerqué y mientras lo hacía, pude oír como hablaba con ella:
—Vas a ver qué guapa vas a estar.
La niña no me oyó llegar, sin embargo, al ver como me sentaba a su lado, levantó la mirada y me sonrió.
—¿Cómo se llama tu muñeca? —pregunté.
—Se llama Alhia —contestó amablemente.
—Es muy bonita —añadí.
—Gracias, pero está fea, y tengo que ponerla guapa. —dijo, a la vez que bajaba la mirada y seguía con su tarea.
En ese momento, el paso de varios tanques silenció nuestra conversación. Los contemple: enormes trozos de metal que deambulaban por la ciudad, en una falsa calma, seguidos por sombras de destrucción y muerte. Para ella parecían invisibles, supongo que estaba tan acostumbrada a ellos, como a un vehículo normal. Mientras pensaba esto; la niña se levantó, recogió algo del suelo y lo lanzó hacia el último de los tanques. Acertó de lleno en su parte trasera. Enorme fue mi asombro ante aquella reacción, tan inesperada como violenta.
Uno de los soldados que viajaba sentado en la parte alta de la mole de metal, se giró. A su voz, el tanque se detuvo. Me incorporé asustado por la vida de la niña y por la mía propia. Si malo era contemplarlos pasar, peor era verlos detenerse. La niña, desafiante, comenzó a insultar a los militares. La imagen era impresionante y surrealista: una mocosa de ocho años, gritando y alzando los brazos a un tanque cuatro veces más alto que ella. Varios soldados, sobre el monstruo metálico, armados hasta los dientes, la observaban con agravio. considerándola, sin duda, insignificante pero hostil. Entonces, comencé a gritar también. No podía dejarla actuar así, dada su insensatez. Fui muy consciente del terrible e inútil riesgo que, sin razón aparente, había provocado la niña, para consigo misma. Uno de los soldados bajó del tanque de un salto. La pequeña salió corriendo y se perdió entre las calles más cercanas.
Aliviado, por verla huir, temí entonces por mi vida. A veces, los extranjeros no somos bien recibidos en algunos lugares. Un autóctono armado, seguramente piense que no necesita oír tus palabras. El soldado, tras analizarme, decidió que no tenía nada en contra mío y volvió a subir al tanque. El desfile de vehículos militares siguió su rumbo. No dejé de temblar hasta ver como desaparecía el último de ellos, el apedreado. Cuando me disponía a irme de allí, la niña apareció de nuevo, otra vez con una sonrisa inalterable. Se acercó, de nuevo, a los escombros. Yo seguía intentando serenarme. Tomó asiento a mi lado. Con el diminuto peine, como si nada hubiera ocurrido, siguió cardando a su muñeca.
—Pequeña, no deberías estar aquí. —Le dije.
—A mí me gusta —confesó, ajena a cualquier amenaza.
—Pero, ¡es peligroso! Deberías irte a casa. —Le aconsejé.
Entonces la niña dejó de peinar a la muñeca, levantó la cabeza, me miró fijamente y muy seria, me confesó:
—Esta es mi casa.
F i n